Minimí ya no está en la calle
Grisha Vera
Rayner Peña
Ni Jesús ni yo sabíamos cómo ser padres cuando conocimos a Ángel. Luego, cuando nació nuestra hija, entendimos las dimensiones de este amor. Un año después de aquel primer encuentro con el niño que vivía en las calles de Chacao y que sueña con ser fotógrafo, la historia dio un giro que nos sorprendió a todos.

10:00 pm del lunes 11 de junio de 2018
Ángel y yo llevamos ocho horas juntos y tengo 15 días de haberlo conocido. Estoy frente a él y al lado de Jesús, mi esposo. Ángel está parado sobre un colchón matrimonial que ocupa casi por completo la sala de mi casa, un dormitorio improvisado para nuestro huésped. Ya es hora de dormir, al menos para Ángel que tiene 10 años. Pero el ambiente es incómodo, ninguno sabe cómo comportarse. Llegó a casa no por una decisión, sino por un impulso. Todos tenemos miedo.
Jesús y yo llevamos seis meses tratando de completar el cuadro familiar y esta noche por fin se empieza a dibujar. Lo habíamos imaginado de una manera distinta, la tradicional: el embarazo, la espera y conocer a nuestro hijo o hija desde el primer día de su vida. Ser los principales testigos de su historia. El deseo se empezó a cumplir, pero en unas condiciones distintas.
Ángel quería una familia y consiguió dos. Yo quería un hijo y él llegó a mi casa.

12:30 pm del mismo día
Ángel viene por una de las calles de Chacao con una ropa que viste desde hace ocho días. Está próximo a cumplir sus 11 años, pero aparenta 7. A lo sumo 8. Tal vez sea por su complexión o, simplemente, porque durante dos años si comía o no, dependía de la bondad de los transeúntes caraqueños.
Me ve a unos 20 metros. Ambos sonreímos y él corre. Lo abrazo y se me guinda. Me mira fijamente a los ojos y dice:
—Madre, cómprame un jarabe. Me siento mal.
—Pero, ¿qué tienes? —pregunto.
—Tos.
Antes de ese día lo había visto tal vez unas cincos veces frente a la estación de Chacao del Metro de Caracas, y Jesús solo dos. Nos conocimos en la calle, él en su rutina y yo en la mía: debía entrevistar a un niño que viviera en la calle y conocer qué situaciones lo habían llevado a ella. Al menos tres niños se negaron a hablar conmigo, pero Ángel aceptó.
Rara vez dice que no.
En esa oportunidad me dijo que no recordaba a sus padres y que estaba en la calle desde los cuatro años.
Desde ese día se quedó con mi número de teléfono y me llamaba al menos dos veces por semana para saber cuándo iba a verlo. Yo lo pensaba a diario y no descuidaba ni un momento mi celular. Cada vez que contestaba una llamada y escuchaba “bendición” una mezcla entre ternura y alegría me invadía.
Ángel en el año 2018 era uno de los 691 niños y adolescentes en esta situación en 3 de los 5 municipios caraqueños (El Hatillo, Baruta y Chacao), según una investigación de Cecodap, organización venezolana que promueve y defiende los derechos de niños y adolescentes. Sus amigos de la calle lo llaman Minimí, porque él era el más pequeño de un grupo de jóvenes que viven en las calles de Chacao.
Dos semanas antes de conocer a Ángel, Leonardo Rodríguez, director de la Red de Casas Don Bosco, me comentaba que los niños en situación de calle son un problema social de vieja data, pero que actualmente se ha intensificado por la cantidad de jóvenes que están sin hogar y que el fenómeno se ha modificado. Ahora, en la calle, se consiguen niños hasta de cuatro años solos. Además, las niñas son también un factor nuevo que se le suma a este fenómeno. Ellas, en los grupos, suelen tomar el rol de madres y, con ello, en la sociedad venezolana, el de líderes. Incluso, los lazos se hacen más fuertes y dificultan la salida de los niños de las calles.
Ángel contaba con su “mamá de la calle”, una que le lleva apenas seis años y que es mi entrevistada de este día.
Comprarle un jarabe es una petición delicada. Pero apoyada por Rayner, mi compañero de trabajo, compramos un jarabe pediátrico y, siguiendo las indicaciones del farmacéutico, se lo damos.
Ángel era uno de los 691 niños y adolescentes que vivían en las calles caraqueñas en el 2018
Me preparo: saco grabadora, libreta y bolígrafo, y Rayner activa su cámara. Ángel empieza a vomitar el jarabe y yo empiezo a asistirlo.
—Ya es mediodía, ¿de verdad no has comido nada? —lo interpelo.
—No, no tengo hambre —responde mientras se limpia la boca con su franela.
—¿Has tomado agua o jugo?
—No.
Miro a mi compañero.
—El niño debe estar deshidratado. Está hirviendo —le comento.
—Vamos a llevarlo al médico —dice.
Pienso.
Después de una corta discusión la decisión tuvo mayoría absoluta: Ángel se monta con mi compañero en la moto y nos vamos a Salud Chacao.
En el centro de salud pasan muchas cosas: lo atienden pronto, llaman a la trabajadora social de la institución, a la policía municipal y al Consejo de Protección.
El examen clínico arroja que Ángel probablemente tiene un cuadro agudo de asma y necesita cuidados domiciliarios. Para el examen, el médico de turno se coloca unos guantes para tocar a Ángel, pero antes se disculpa.
—Perdón, pero es que acá atiendo a muchas personas.
Empiezan los sentimientos encontrados: entiendo y duele.
Media hora después, cuando ya finaliza la primera nebulización de Ángel, llegan dos oficiales de la Policía de Chacao. La oficial, especialista en situaciones de protección a niños y adolescentes, comienza a interrogar a Ángel y él rompe a llorar.
—¿Dónde están tus papás?
—No sé, no sé —lo niega una y otra vez mientras llora y se sostiene de la silla como si sus manos lo soldaran a ella.
Le explico a la oficial que él le tiene miedo a la policía y pánico a las casas hogares, pues me había contado que no lo trataron bien en una de Unidades de Protección Integral del Idenna, ente del Estado que tiene como misión asegurar los derechos humanos de la infancia.
—Él se quiere ir conmigo mientras se cura. Ya la trabajadora social de acá lo autorizó, ¿se puede? —pregunto.
—No, el único encargado de autorizar eso es un consejero de protección.
Al final, el consejero no llega y autoriza a la oficial por teléfono a que me lleve a Ángel a mi casa. Toman mis datos y me advierten los riesgos que corremos:
—Puedes llegar un día a tu casa y conseguirla desvalijada. Ellos andan en bandas y llaman a los mayores. Ya les ha pasado a personas que los han querido ayudar como tú.
Ignoro el comentario.
Tomó la decisión de irse conmigo a casa durante 10 días mientras se curaba.

Necesita una familia
5:45 am del sábado 16 de junio de 2018
Ya mi sueño no es tan profundo. Al moverme, algo cae de la cama, pero no escucho que llegue al suelo. No le presto atención. Seguir durmiendo es mi prioridad, es fin de semana y el día comienza más tarde. Pasaron unos segundos y sin razonamiento previo una angustia me invade y volteo: Ángel está durmiendo en el suelo al lado de mi cama.
—Ángel, bebé. Sube a la cama —le comento sin éxito. Lo veo profundamente dormido.
Me volteo.
—Jesús, el niño está dormido en el piso al lado de la cama.
Después de mi insistencia y sin despertar por completo, Jesús se levanta, le da la vuelta a la cama, carga al niño, lo pone a mi lado y se regresa a dormir.
Ángel a mi lado derecho y Jesús al izquierdo. Apenas amanece y ahora yo no puedo dormir. La situación hizo que mil preguntas invadieran mi mente: ¿Qué hacía Ángel en la calle cuando a medianoche le daba miedo? ¿Dormirán todos juntos? ¿Habrá sido la película que vio anoche? ¿Extrañará a su hermano?
Desde el día en el que Ángel llegó a mi casa, durante al menos un mes lloré a diario. Al día siguiente de estar conmigo me confesó que a él no le gustaba la calle, que quería un hogar: una mamá y un papá.
Ángel tenía pocos días con nosotros y ya lo sentía mío. Desde que lo conocí despertó en mí un inmenso cariño: quería protegerlo y mimarlo. Ahora, con él en casa, el sentimiento se iba incrementando hora a hora. Jesús y yo coqueteamos varias veces con la idea de adoptarlo y darle la familia que él deseaba, pero no era posible. A Ángel lo esperaba su hermano mayor en la calle. Él aceptó ser ayudado con la condición de estar siempre con su hermano. Nosotros no le podíamos cumplir.
La opción de una casa hogar también la evaluamos, aunque era lo menos viable: no era el deseo de Ángel y no era la opción más adecuada.
Semanas antes de conocerlo, la oficial de protección de Unicef Venezuela, Delia Martínez, me explicaba en una entrevista que los niños necesitan vínculos estables que les ofrezcan seguridad y que en una institución los vínculos son parciales.
—Quien es el cuidador del niño hoy cumple un trabajo que en poco tiempo puede cambiar; no hay garantía de continuidad. En las primeras semanas, luego de que un niño llega a una institución, recupera peso y talla. Evidencia una mejora, pero pasada esa primera recuperación el niño va retrasándose en los demás factores de desarrollo, principalmente en la parte cognitiva, en comparación con niños que no se encuentran en una situación como esta —advirtió Martínez.
Tener una familia es el derecho de Ángel y está consagrado en la Declaración de los Derechos del Niños y en el artículo 26 de la Ley Orgánica de Protección a Niños, Niñas y Adolescentes (Lopnna).
Sin embargo, la realidad suele aplastar los ideales y hasta los derechos. En contra de mis deseos hice las diligencias para conseguirles cupo en una casa hogar. Mejor allí que en la calle, pensé. Pero mis solicitudes no tuvieron éxito.
Antes de finalizar la primera semana fui hasta el Consejo de Protección de Chacao para informar que el niño estaba conmigo y ver cómo me podía respaldar legalmente, qué sabían de él y cómo podrían ayudarme. Comenté que el niño quería una casa y salir de la calle.
Allí tampoco encontré la solución.
La consejera de protección:
Dijo que no necesitaba algún documento para tener a Ángel conmigo por unos días.
Sugirió que más bien debía cuidarme yo.
Explicó que no tenían vacantes en las casas hogares, cosa que era cierta, pero que si yo lograba conseguir un cupo ella me ayudaba con los tecnicismos legales, pues el niño se la pasaba en su municipio.
Aconsejó que me pensara bien lo del tema de la adopción porque después, cuando tuviera mis propios hijos, tal vez lo dejara de querer.
El colapso en las casas hogares, por el aumento de niños abandonados, ha dificultado la atención y protección de niños casi adolescentes y que han vivido en la calle, como Ángel, me explicaron varios directivos de las ONG encargadas de velar por los derechos de la infancia cuando intenté conseguir un hogar para Ángel y su hermano Carlos.
Ángel anhela una familia. Pero no es solo su deseo también es su derecho.

No es mío
5:35 pm del miércoles 20 de junio
Vamos en el carro de regreso a casa después de la consulta con un nutricionista. Ya Ángel tiene 10 días conmigo. La música suena y ambos estamos callados. Pero de pronto él empieza a hablar:
—Te voy a decir toda la verdad.
—Ajá cuéntame —quedé petrificada.
—Yo sí tengo mamá y sé dónde está mi casa. No te había dicho nada porque yo me quería quedar contigo y con Jesús —me confesó con los ojos aguados y la voz entrecortada.
Hubo silencio. Él continuó hablando.
—Pero ella es buena, ella me quiere mucho. Siempre me visitaba en la calle. El día que me vine contigo ella había pasado a verme.
—¿Y tu papá?
—Eso sí es verdad. Él me pegaba con cables, por eso me fui a la calle.
—¿Viven juntos?
—No, él vive con otra señora.
—¿Desde qué edad estás en la calle?
—Desde los ocho.
Ese día por primera vez le mentí a Ángel. Le dije que lo que me contaba era una excelente noticia y que estaba muy feliz. Lo que me decía solucionaba muchas cosas. Pero me sentía fatal: mi bebé tenía mamá.
En la noche, luego de masticar la noticia, quedé con Ángel en que el viernes nos íbamos a ver con su hermano porque ya el tratamiento había terminado. Le llevaríamos ropa limpia e iríamos a su casa para conocer a su mamá, ver cómo los podía ayudar para que salieran de la calle como él quería. Igual siempre me tendría a mí como a una madrina.
El viernes fuimos y nos conseguimos con Carlos, su hermano, en una iglesia de Bello Campo, donde los atienden todos los viernes por la mañana y donde Ángel y yo nos conocimos. Pero Carlos no me quiso saludar.
Dos días después lo intentamos de nuevo. Carlos me escuchó. Pero la sorpresa fue otra.
Jesús y yo esperamos afuera de una construcción abandonada en Chacao donde Ángel, su hermano y al menos quince jóvenes y niños más duermen. Ángel había entrado a buscar a Carlos para conversar los cuatro. Pasaron pocos minutos y vemos salir a los niños acompañados de dos señoras y una niña. La mamá, la abuela y la hermanita de Ángel habían ido a visitarlos.
La mamá, Julia, comentó que la situación se les había salido de las manos. Los niños no querían volver a la casa con ella y por eso ella los visitaba en la calle.
Ese día Carlos decidió volver a su casa. Pasarían la semana con ella y algunos fines de semana conmigo. Me comprometí a que si volvían con su mamá, no les faltaría nada. Otro impulso: asumí la responsabilidad de Carlos para sacar a Ángel de las calles. La promesa sobrepasaba lo económico, Carlos también necesitaba sentirse amado.
“Yo si tengo mamá y sé dónde está mi casa. No te había dicho nada porque yo me quería quedar contigo”, confesó luego de 10 días.

Ahora son tres
3:30 pm del sábado 28 de julio
Es fin de semana y estamos los tres conversando en la cama: Carlos, Ángel y yo.
—¿Cómo es que se van ustedes para la calle?
Primero salta Carlos a responder. Punto a mi favor porque al contrario de Ángel, él no suele pensar las cosas antes de actuar.
—Yo vivía con mi mamá y cuidaba a mi hermanita y a mis primitas mientras mi mamá trabajaba. A veces mi tía se quedaba con ella y yo bajaba a Petare a buscar recortes de yuca para comer. Un día no tenía dinero con qué regresar y me quedé en la calle. Allí conocí a Jacobo —otro niño que vivía en la calle— y él me preguntó que si yo sabía pedir. Le dije que no y fuimos para un centro comercial y me enseñó. Fue muy fino. Ese día comí pizza, helado, de todo. Un día en Petare me conseguí con Ángel y nos dijo que en Chacao era mejor y entonces nos fuimos para allá.
—¿Pero ya tú estabas en la calle? ¿Por qué? —le pregunto a Ángel.
—Sí. Aunque ninguno de los dos sabíamos que el otro estaba en la calle —responde otra vez Carlos.
—Mi mamá me había dado a mi papá para que viviera con él en el refugio porque no había comida en la casa —cuenta Ángel.
—Sí, entonces el papá le pegaba y él se venía para la casa y mi mamá lo volvía a llevar porque no había comida —agrega Carlos.
—Entonces —continúa Ángel—, un día me puse a bajar mangos en una mata cerca del refugio con otros chamos y ellos me dijeron que nos fuéramos para Chacao y yo me fui.
Pasaron casi dos meses para ganarme la confianza de los niños. Para conocer la respuesta de la pregunta que me llevó a conocer a Ángel, aquel día que lo entrevisté y que se negó a contestar.
Ese fin de semana fue complicado. Tenía mucho malestar: náuseas, dolor de cabeza y sueño.
El lunes de la semana siguiente decidí ir al médico. Acostada en la camilla y viendo el televisor escucho al especialista:
—Estás embarazada. ¿Ves esto negro allí? —dice mientras señala una caraota— ese es el saco con líquido amniótico. Allí millones de células se están reproduciendo. En 15 días le vas a poder escuchar el corazón.
La noticia había sido la más deseada por mí durante meses. Ser mamá siempre ha sido uno de mis más grandes proyectos de vida. Pero, aunque me sentía inmensamente feliz, la preocupación me invadió. En los meses anteriores me habían llegado sin planeación, como mandados por la cigüeña, dos criaturas que, aunque ya estaban grandes, necesitaban tanto de mí como el pequeño ser que apenas se empezaba a formar en mi vientre.
En las semanas que siguieron, el dilema que comenzó con la llegada de Ángel a mi casa creció. Mi decisión había sido apoyada por pocos: Jesús, mi suegra, mis padres y un amigo. El resto del entorno criticaba o trataba de ignorar la situación, lo que era peor. Pero con la llegada de mi nuevo bebé todo empeoró: “Tú hija es la que tienes allí”, escuché varias veces.
Un mes después, decidimos contarles a los niños. Era sábado en la noche y Jesús y yo hacíamos la cena. Ángel y Carlos se acercaron a la cocina a conversar y aprovechamos la ocasión.
—Les tenemos una noticia —dice Jesús.
—Vamos a tener un bebé —les cuento con una sonrisa mientras aprieto mi vientre con ambas manos.
—¿En serio? —pregunta Carlos.
—Sí —digo mientras asiento con la cabeza.
“Mi mamá me había dado a mi papá para que viviera con él en el refugio porque no había comida en la casa”.
Enseguida Carlos me abraza y me besa la barriga. Ángel, en cambio, dibujó de manera forzada media sonrisa en el lado izquierdo de su cara. Esa noche Ángel no pidió la bendición antes de dormir.
Entretanto, llegó el informe de una psicóloga y una trabajadora social de una institución que presta ayuda a niños con familias de bajos recursos. Semanas atrás les había planteado el caso para que me apoyaran con la atención integral de Ángel y su familia, y así solventar las razones que a él y a Carlos los había llevado a vivir en la calle. Las especialistas habían entrevistado a Ángel, Carlos, su mamá y su hermanita. La conclusión era que la principal beneficiaria de la situación de calle de los niños había sido su propia madre y que ahora quien daba los frutos no era la calle, sino yo. El resultado del informe no era descabellado:
Los niños nunca habían sido escolarizados. Ambos se aprendieron las vocales en mi casa.
Ángel estando en la calle me había pedido ropa de niña y zapatos talla 37 de mujer. Luego, me confesó que era para su mamá.
Desde que se fueron a la calle su mamá dejó de trabajar, y aún no trabaja. Sobrevive con los beneficios que le da el Estado.
Ángel y su hermano regresaron a casa con su mamá. Han recibido la ayuda de varias personas y distintos programas sociales.

El cuadro se completó
10:00 am del miércoles 24 julio de 2019
Mi teléfono suena y veo que me llega un mensaje de texto de la mamá de los niños: “Buenos días, Susej. ¿Cómo estás? Mi hijo se fue otra vez anoche.
No vino ayer del trabajo, se fue con los niños de Chacao… Ángel anoche no pudo dormir llorando y está muy mal. El viernes voy a buscar a Carlos”.
Cuando pasaron los malestares prenatales, Jesús y yo, siguiendo las recomendaciones de las especialistas, aprendimos a manejar la situación y la relación padrinos-ahijados continuó. Pasamos la navidad juntos, nos visitaban al menos un fin de semana al mes, celebramos sus cumpleaños y los acompañaba al nutricionista.
Ángel y Carlos viven una barriada en Caucaguita, ubicada a 20 minutos de Petare, donde los hogares se levantan con tablas y zinc desde la tierra amarillenta. El menú de su casa es más que deficiente y no llega el servicio de agua. Mis ayudas se desvanecían entre tantas necesidades.
En 2018 los niños por primera vez fueron a la escuela, pero Carlos antes de acabar el año la dejó. En su cotidianidad trabajar tiene más utilidad. Carlos, con 13 años, fue inscrito en cuarto grado. Nunca había ido a la escuela y no sabía leer. Pero la calle le ha dado la viveza que un niño de cuarto grado difícilmente pueda tener (la edad promedio suele ser 10 años). Semanas después de empezar a trabajar volvió a la intemperie.
Al enterarnos, Jesús y yo decidimos buscar a Ángel para que estuviera con nosotros en casa por unos días y evitar que él, por desespero, tomara la misma decisión. Al vivir nuevamente con Ángel, nos dimos cuenta de varias cosas: continuaba con las mismas ganas de tener una vida distinta. Sin seguimiento de ninguna institución y con poca ayuda en casa empezó a leer. Contrario a lo que pensábamos no tenía la menor intención de volver a la calle.
La primera vez que hablé con él, cuando tenía 10 años, no sabía a qué se quería dedicar cuando creciera. Solo pensaba en el presente y su única meta era no vivir más en la calle. Ahora, se proyecta en el futuro: quiere ser periodista, “de esos que toman fotos”, y construir su propia familia. Sin embargo, sin salirse de su realidad, visualiza una vida diferente a la que ha vivido. Él tiene seis hermanos, pero cuando sea grande desea tener tan solo un hijo, máximo dos:
—Es mejor. Un niño y una niña. Porque no es muy exigente y uno puede estar pendiente de ellos y puede hacerles todo. Llevarles su comida a la guardería. ¿Y si después no hay comida? ¿Cómo les puedo dar todo? Yo se las daría pues, yo no comería.
Jesús y yo entendimos que por su contexto a Ángel le tomaría poco tiempo tomar las mismas decisiones de Carlos. El día que lo buscamos, a las seis de la tarde, no había desayunado. También, ese mismo día, le habían dado la noticia de que iba a repetir cuarto grado. Él ya está próximo a cumplir 12 años y difícilmente un preadolescente puede superar por sí solo una situación de analfabetismo y pobreza extrema.
El día que Ángel llegó nuevamente a mi casa, para quedarse esta vez por tiempo indefinido, mi hija casi cumplía los cinco meses. A diferencia de lo que la consejera de protección de Chacao me aseguró un año antes, la llegada de mi beba me confirmó la interrogante que me acompañó todo el embarazo: ¿Mi amor hacia Ángel es amor de madre?
Sí.
9:00 pm del martes 6 de agosto de 2019
Es la segunda vez que Ángel tiene más de 10 días con nosotros. Estamos los tres sentados en mi cama y Ángel ve la televisión. Jesús y yo esperamos los comerciales.
—Hijo, necesitamos hablar algo importante –le digo mientras bajo el volumen al televisor.
Sin decir nada me miró fijamente, con actitud pasiva, como quien espera un regaño.
—No nos tienes que responder ahora. Pero te queremos proponer algo. ¿Quieres venir a vivir con nosotros? ¿Ser nuestro hijo?
Sin pronunciar palabra asiente repetidamente con la cabeza mientras sus ojos rebosan de lágrimas.
—No llores, mi amor —lo consuelo mientras acerco mi mano a su cara para secar su llanto.
La conversación fue emotiva, pero breve. Recuerdo que Ángel tiene solo 11 años y que jamás le habíamos dado ni una pista de que esa propuesta algún día llegaría, aunque Jesús y yo muchas veces la soñamos.
Como ya los tres estábamos de acuerdo, a Jesús y a mí nos tocaría ir al Consejo de Protección para solicitar una medida que nos permita, como un primer paso, abrigarlo bajo la figura de familia sustituta. Una figura que nos permite legalmente tenerlo en casa, pero que respeta sus apellidos y la patria potestad de sus padres.
Antes, para poder ser padres de corazón, así llaman a los padres sustitutos, debemos inscribirnos en un programa de colocación familiar en el que nos enseñarán cómo ser papá y mamá. También nos evaluarán para ver si más allá del corazón existen razones que nos hagan una pareja idónea para ser papás de un hijo de otro.
Jesús calla. Intercambiamos solo miradas. Los dibujos animados iniciaron. Le subo el volumen al televisor. Miro a mi beba, de cinco meses, que ya duerme en su cuna junto a mi cama. Me recuesto al lado de Ángel y él queda entre Jesús y yo. Los tres callamos y, acostados, vemos la televisión.
“Vi que ya no me gustaba la calle. No quería los maltratos de la policía y estar sucio, oler feo y que la gente me gritara: “váyanse de aquí”.

Epígrafe
Lunes 16 de septiembre de 2019
Aún no son las seis de la mañana y Ángel corre por las escaleras a la planta baja de la casa. Se asoma en la cocina y me ve mientras sonríe mostrando todos sus dientes. No dice nada. Espera mi reacción. Le abro mis brazos y le digo que se ve hermoso con su uniforme. Se acerca y nos acurrucamos. Es su primer día de clase en su nuevo colegio.
Es otro intento, ahora con todas las oportunidades: tres comidas diarias más merienda, zapatos adecuados, útiles completos y apoyo psicopedagógico. Mientras desayunamos Ángel nos cuenta lo feliz que está:
—Este siempre había sido mi sueño. Estudiar en la mañana.
Lo escucho y también me siento feliz. Recuerdo en silencio que el día que lo conocí le pregunté que si quería estudiar. La pregunta surgió porque pasaron frente a nosotros unos niños como él uniformados. Sin dudar me dijo que sí. En ese momento sentí pesar, no creí que ese nené de pies descalzos pudiese lograrlo.
Un poco antes de cumplir sus 11 años conoció la escuela.
Cuenta poco de su primer día en la escuela. Al mostrarnos el cuaderno nos damos cuenta de que alcanzó a copiar del pizarrón pero no logró hacer las actividades. Le quedaron de tarea. Pasamos tres horas y media ayudándolo a terminarlas. Aunque Ángel tiene ya un mes asistiendo a clases con una psicopedagoga para nivelarlo, no es sencillo recuperar al menos cuatro años de estudios perdidos. Supone un gran esfuerzo. Se cansa, pero no decae. Logra completar toda la tarea.
—Mi profesora me va a felicitar. Escribí muy bonito —dice convencido mientras arregla su bolso.
Lo escucho y me invade una preocupación.
¿Y si la maestra no lo felicita? ¿Si se desmotiva?
Ángel en las últimas semanas le ha puesto mucho empeño a sus tareas. Él se planteó la meta de ser grande y estoy convencida de que así será. Pero en este momento su cuaderno de cuarto grado parece uno de segundo. No estoy segura de que su maestra lo felicite. Lo pienso y se me arruga el pecho.
Mi hijo va construyendo su historia con perseverancia y entusiasmo. Yo, en cambio, me paseo entre la felicidad y el miedo. Ser mamá, natural o de corazón, da miedo. Mucho. Pero no estamos solos, Jesús, mi esposo, nos sostiene:
—Tranquila, mi amor, que si en la escuela le apagan la velita (lo desilusionan) nosotros acá en casa se la volvemos a prender.
*Los datos de los niños y su mamá de origen fueron cambiados.
Música para el niño grande
Daniel, el niño grande como les gusta llamarlo en la casa, tiene 11 años viviendo en un hogar de acogida de la red de Casas Don Bosco. Es un artista innato, gran deportista y sueña con ser músico, pero su condición especial derrumba cualquier posibilidad de adopción. Para él la opción de tener un hogar se reduce al amor que esa familia de la casa hogar ha podido brindarle en medio de carencias.