Música para el niño grande

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Génesis Carrero Soto

Francisco Touceiro y Rayner Peña

Daniel, el niño grande como les gusta llamarlo en la casa, tiene 11 años viviendo en un hogar de acogida de la red de Casas Don Bosco. Es un artista innato, gran deportista y sueña con ser músico, pero su condición especial derrumba cualquier posibilidad de adopción. Para él la opción de tener un hogar se reduce al amor que esa familia de la casa hogar ha podido brindarle en medio de carencias

Se ríe y se tapa la cara con esa ternura que solo la infancia puede aportar. Cuando se decide y abre los ojos de nuevo, respira profundo. Toma aire por la nariz, infla su pecho, se toca con el puño cerrado el pectoral, bota el aire por la boca y brama con fuerza. Dice algo que parece sonar como un “yo sí puedo” antes de agarrar el cuatro con sus dos manos, apoyarlo en su torso y comenzar a chocar sus uñas, apenas largas, contra las cuerdas que emiten el sonido que él deja salir al marcar cada acorde a la velocidad que le permite su práctica. Entonces su voz lo deja en evidencia.

Su marca: ser diferente, derriba de un solo golpe ese puente endeble que los niños en situación de riesgo deben atravesar para regresar a una familia.

—Arloento, arloento… del tambor —, canta con un tono agudo, pero dulce y repite las notas unas tres veces antes de recordar que no está solo y suelta otra carcajada que oculta tras su cuatro.

Se esconde tanto como el Estado y como la sociedad que ocultan su realidad, la de ser diferente y estar solo. La de ser un niño especial que no tiene familia y que vive en una casa de acogida de la Red de Hogares Don Bosco desde que puede recordar.

Daniel —como le habría gustado llamarse— es alto. Altísimo. Su metro 80 de estatura es comparable en tamaño solo con el de la interminable capacidad de reírse de todo cuanto le pasa. Su piel es oscura y brillante, ese tono y ese brillo que solo tienen en Venezuela los oriundos de tierras calientes como los protagonistas de su canción favorita. En la llanura de Barlovento, dentro de la región central venezolana, la gente tiene sonrisa blanca y piel oscura. Allí las necesidades proliferan y la delincuencia arrasa con todo, pero Daniel no lo sabe, jamás ha visitado esa zona desde que salió de ella. Que le guste esa canción es solo casualidad.

Usa lentes gruesos y le gusta posar como los cantantes de reguetón que ve en la tele. Le gusta jugar futbol, basquet y ping pong. Para sus amigos en la casa hogar es más que bueno cuando toca un balón, pero todas sus virtudes no han sido suficientes para encontrar una familia que lo adopte.

—Cuando él toca el balón ya nadie puede agarrarlo. Es un avión —dice uno de los niños, mientras Daniel vuela por la cancha y dispara la pelota a la arquería con fuerza.

Los 18 metros de ancho y los 35 de largo que tiene la cancha donde juega todas las tardes lucen mínimos cuando él entra al partido. El resto de sus compañeros, cuya estatura sobrepasa solo un poco las caderas de Daniel, lo persiguen sin parar mientras corre de lado a lado.

…lo dejaron abandonado cuando solo tenía dos años y en completo estado de desnutrición en una plaza de Mamporal

Durante el juego, hace algunos sonidos que son interpretados como gritos y que hacen que sus cuidadoras se mantengan alertas desde la reja en la que vigilan. Cuando les dicen que es momento de bañarse, todos mandan a Daniel a rogar por más tiempo. Entonces, él se seca un poco el sudor antes de acercarse a la maestra de turno, juntar las manos como si fuese a rezar y pedirle que los deje estar un ratito más.

— Te quiero —le grita Daniel y le lanza un beso cuando ella acepta y les da 15 minutos más.

Él corre como puede y en la euforia alcanza a decir algo que se entiende como un “dijo que sí”.

Aunque es el centro en torno al que gira la convivencia en ese albergue, sus formas inocultables hacen de este muchacho un fantasma dentro del sistema de protección de niños y adolescentes en Venezuela. Su marca: ser diferente, derriba de un solo golpe ese puente endeble que los niños en situación de riesgo deben atravesar para regresar a una familia.

Desde que lo dejaron abandonado cuando solo tenía dos años y en completo estado de desnutrición en una plaza de Mamporal, un poblado rural de Miranda cerca de Barlovento, en la costa oriental venezolana, Daniel ha vivido en dos casas hogar de Caracas. A diferencia de otros niños en su condición, en su expediente no hay contactos de tías, abuelos o algún pariente lejano. No tiene a alguien y la única familia que ha forjado es la que se creó entre la gente que trabaja en la casa hogar y que lo ama, pero que no puede ofrecerle la estabilidad que le pueden dar una mamá y un papá.

Su único cable a tierra es un hermano tres años mayor, junto al que lo abandonaron y que lo acompañó a crecer en esa casa de acogida en la que él aún vive. Una casa que no es suya, sobre una cama que es un cupo en un espacio de albergue, con ropa donada, con cariño prestado, “mientras tanto”. Mientras crecía.

Su diagnóstico es retardo mental moderado, esquizofrenia y déficit en el lenguaje. 

En una de las 10 casas de cobijo de la Red Don Bosco vive este “niño grande” como lo definen sus maestras, la psicopedagoga, la trabajadora social y hasta el matrimonio encargado del centro de cuidados infantiles para pequeños en situación de riesgo. Junto a Daniel viven otros niños y adolescentes abandonados por sus familias o traídos a este sitio tras ser abusados por sus parientes, descuidados por quienes tienen su custodia o porque simplemente el Estado determinó que sus familias no tienen capacidad para cuidarlos. Todos tienen eso en común.

Pero Daniel es el único diferente. No solo porque es el más alto y el más moreno del grupo, sino porque tiene una condición cognitiva que limita su capacidad de aprendizaje, que le impide hablar bien y que lo hace tener ataques de ira incontrolables. Su diagnóstico es retardo mental moderado, esquizofrenia y déficit en el lenguaje.

Él sabe que es distinto y no procura ocultarlo. Es un niño feliz y se nota en su manera de actuar, en su risa penosa, en cómo abraza a los demás y en esa necesidad innata de socializar con todos. Cualquier vestigio de tristeza solo surge cuando recuerda que hace dos años que no vive con su hermano porque ese “crecer” que tanto esperaban los separó. La casa hogar en la que está es para niños y todos los que llegan a la adolescencia deben pasar a otro programa de formación en el que no hay cabida para él.

Los acaricia, les da consejos, pero siempre deja claro que no es su mamá

Es parte de los más de 1.300 menores de edad de todo el país acogidos por la Red Don Bosco, que forma parte de los 86 albergues infantiles que no dependen del Estado y que, sumados a los 27 estatales, pueden estar cobijando a unos 5.000 niños y adolescentes remitidos por tribunales, de acuerdo con el abogado Leonardo Rodríguez, director de la asociación civil Red de Casas Don Bosco.

El hermano de Daniel está en un espacio para adolescentes al que él no puede ir porque no pueden atender su condición. El día que los separaron, hace ya dos años, perdió esa conexión con la realidad, esa ancla que su hermano mayor representaba y desarrolló la esquizofrenia que agobia a sus cuidadores y que lo hace tomar al menos cuatro fármacos distintos, de esos que en Venezuela es casi imposible encontrar, pues la escasez de medicinas ronda el 80%, de acuerdo con los datos de organizaciones no gubernamentales.

Toña, la encargada del hogar y el resto de las cuidadoras se convirtieron sin saberlo en enfermeras, en terapistas, en las doctoras que Daniel necesita las 24 horas y que no encontrará en ninguna casa de acogida. Ellas, más por experimento que por conciencia, aprendieron a leer al niño grande y optaron por la mejor opción: desarrollar su capacidad artística para sacarlo del agujero oscuro de la ira y la esquizofrenia y llevarlo a ese campo lleno de luz que encontró en la música y el dibujo.

Sin recursos, el personal de las entidades ha debido dejar de un lado la labor pedagógica para dedicarse a conseguir lo necesario para mantener cada una de las casas. La crisis económica ha descuadrado los presupuestos y por la escasez es muy poco lo que se consigue fuera la ayuda que llega desde otras latitudes.

Toña ha debido elegir entre la comida y las terapias de lenguaje de Daniel, y la prioridad se hace evidente cuando se tiene que alimentar y mantener sanos física y espiritualmente a más de 16 niños. Y aunque los avances son notables porque Daniel no hablaba, era retraído e irritable hace 8 años y ahora canta, pinta, baila y juega, ella sabe que no son suficientes y podrían ser mejores si en algún momento el niño grande hubiese tenido oportunidad de crecer en el seno de una familia que fuera suya y en la que su hermano también tuviera un espacio.

En tantos años Toña cuenta con los dedos de sus manos las adopciones efectivas que ha podido contemplar

El ritmo de un hogar

Antonia o Toña, como ella misma se presenta, es una mujer de fe. Cuando Daniel sale al colegio acompañado de los otros muchachos ella les echa la bendición y les pide no separarse.

—Ya saben que tienen que estar todos juntos y no dejen atrás a Daniel —les grita desde el portón de la casa de acogida, en donde vive junto a su esposo y se encarga de la crianza temporal de 17 niños entre 5 y 16 años de edad.

Es una mujer de baja estatura, cabello corto y cara redonda. Su trato es amable y cordial y la casa obedece esas reglas típicas de los hogares andinos, donde todos deben cumplir las normas, ayudar al otro y rezar antes de dormir y al despertar. Ella hace todo lo que puede, los ayuda con las tareas, los alimenta y rinde las comidas, los regaña si discuten, busca actividades extracurriculares para que todos exploten sus talentos. Los acaricia, les da consejos, pero siempre deja claro que no es su mamá, que ellos deben tener un hogar y cuando rezan les dice que pidan que llegue esa familia que sea solo suya y que los ame.

“un alto porcentaje, 89% de Niños, Niñas y adolescentes tiene su Defensor Público, y aproximadamente la mitad tienen un fiscal de protección asignado, pero los mismos no están incidiendo o impulsando las soluciones familiares más adecuadas para cada caso.

Daniel llegó a la casa hogar a los cinco años de edad y Toña se dedicó a cuidarlo. Su vida entera entregada a la causa de rescatar infantes le dio las licencias para amar al niño grande como lo ama. Sabe cómo actuar. Sabe que en las casas de acogida los niños van y vienen, que su destino es volver a hogares que sean estables y que les garanticen cuidados y amor. Pero en Venezuela, Daniel no tiene esa oportunidad.

Son muchas las organizaciones, grupos deportivos y de voluntariado los que han llegado con personas que ofrecen regalos y donaciones, pero aunque Daniel los enamora a todos, ninguno se ha quedado en su vida. En tantos años Toña cuenta con los dedos de sus manos las adopciones efectivas que ha podido contemplar, y no porque no haya gente buena e interesada en darles un hogar a estos muchachos, sino porque en Venezuela, los procesos de adopción pueden tardar hasta 14 años en concretarse y la experiencia de quienes han acompañado a Daniel en la vida ratifica que no hay políticas que promuevan la adopción y menos si se trata de niños que requieren atención especial y cuidados particulares, como Daniel.

Y aunque no hay información oficial y las cifras no son publicadas ni ofrecidas a medios o a organizaciones desde 2016, para ese año la red de Casas Don Bosco tenía registro de que en el municipio Libertador del Distrito Capital existían 33 entidades de atención, de las cuales 90% son privadas y responden a iniciativas de la sociedad civil. Ese mismo año, el Idenna (Instituto Autónomo Consejo Nacional de Derechos del Niño, Niña y Adolescentes), en todo el territorio nacional indicó que había 70 entidades públicas de atención y protección de niños, niñas y adolescentes, 8 de ellas en Caracas, y ninguna capacitada para atención a niños y adolescentes especiales.

En 16 años de vida, Daniel sigue durmiendo en esa cama que le corresponde y bajo los cuidados de Toña a quien reconoce como su madre y asegura, en su particular lenguaje, que nunca dejará sola.

Cuando alguien le pregunta a él si quiere tener una familia, con decisión responde:
—Aquí está mi familia.

Y, Toña responde exactamente igual.

—Aquí está su familia y mientras Dios lo permita estará con nosotros. Uno entiende que ellos en algún momento deben volar, pero mientras él no sepa defenderse en la vida y no tenga un hogar estará aquí.

Cuando Daniel se acuesta derecho en la cama que le corresponde, sus pies y el 45 que calza se quedan por fuera, le cuesta subir los escalones hacia el salón de tareas porque la pared es muy baja para su tamaño y entra con dificultad en las mesas del comedor. Aun así el tamaño es lo de menos, la casa hogar en la que vive es solo para niños. Si estos alcanzan la adolescencia y siguen en situación de riesgo deben ser trasladados a otros centros especializados, pero en su caso no hay nada que hacer. No hay quien lo reciba y pueda garantizar su mínimo bienestar.

Daniel se refugia en la música, en el arte y los colores. Allí está su hogar, el único que es suyo y no prestado

Toña sabe que él ya no tiene cabida en ese espacio.

Los datos respaldan su pensamiento. Un estudio realizado en mayo de 2016 por la organización Proadopción arroja que “un alto porcentaje, 89% de Niños, Niñas y adolescentes tiene su Defensor Público, y aproximadamente la mitad tienen un fiscal de protección asignado, pero los mismos no están incidiendo o impulsando las soluciones familiares más adecuadas para cada caso. En las Entidades, de las múltiples y valiosas cosas que hacen por los niños, niñas y adolescentes en ningún momento se destaca o se enuncia el apoyo o impulso socio-legal de los casos”.

Este mismo estudio gritó al mundo lo que tres años después Toña sigue viviendo. El personal de las entidades de atención ha enfocado sus esfuerzos en buscar alimentos y medicinas para los niños a su cargo y esto tiene como consecuencia que 44% de los niños en casas hogar padezcan de largas permanencias en esas instituciones y que 19% haya vivido más de 8 años en estos espacios, tal como define este estudio de Proadopción.

Ese calor de hogar que solo puede proveer una familia, Daniel lo ha sentido momentáneamente cuando su psicopedagoga o alguna de las maestras del hogar decide llevárselo a su casa a pasar Navidad, unas pequeñas vacaciones o simplemente un fin de semana distinto.

Allí residen las experiencias de convivencia del niño grande. Pero incluso lograr esos momentos ha sido difícil, porque todas las docentes que ahora lo cuidan con especial atención antes le temían a sus crisis y manifestaban no saber cómo enfrentarlas, no tener las herramientas para actuar en torno a ellas.

El proceso de adaptación fue tan difícil al inicio que en su primer año en la casa hogar estuvo en 3 preescolares distintos en los que agredió a otros niños con su bolso o lonchera. Así que no fue sino hasta los 7 años cuando inició su proceso de escolaridad y pasados los 12 cuando comenzó a vivir algunas experiencias en los entornos familiares —también prestados— de sus cuidadores.

Su psicopedagoga Marisel Arias habla de él con los ojos aguarapados y deja salir una lágrima cuando advierte que no hay un destino seguro para él.

—Aunque yo sé que Toña no lo dejará solo, es casi un milagro que en este país alguien quiera adoptar a un niño especial —dice la maestra—. Si dependiera del Estado, Daniel se quedaría en la calle.

Su afirmación es tan real como el hecho de que en 12 años ni una sola familia se ha interesado realmente en ofrecer un hogar al niño grande que, aunque cuenta 16 años de vida, no suma más de 6 cognitivamente.

Su mente es la de un niño pequeño que se entusiasma cuando aprende un nuevo acorde en el cuatro, una nueva nota en la flauta o cuando dibuja un personaje de Dragón Ball, su comiquita favorita, y le queda bien.

Daniel se refugia en la música, en el arte y los colores. Allí está su hogar, el único que es suyo y no prestado. El único al que no necesita agradarle o ganarse, uno que solo lo hace más inocente y más feliz. Cuando Daniel toca un instrumento, deja de estar abandonado. Las notas lo mecen y lo acogen aunque alrededor solo haya indolencia.

 

*El nombre del adolescente y de las personas encargadas de su cuidado se cambiaron para proteger su identidad.

Lusi quiere ir a casa

La niña, de siete años, de cabellos tan enrollados como tornillitos color azabache y una brillante sonrisa sueña con ser veterinaria. Pero ahora su anhelo más grande es reencontrarse con su mamá y tres de sus hermanos, de los que fue separada hace años.

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