Los dejados atrás de Petare

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Albany Andara Meza

Carlos Bello

En una escuela del barrio José Félix Ribas de Petare, dos niñas no solo comparten su sueño de ser doctoras, sino la nostalgia y el vacío de ser olvidadas. Cada una tiene una historia similar: sus padres parecen haber viajado a un mundo remoto en el que ellas no tienen lugar

Si le preguntasen, Andrea no podría describir cómo es su mamá. Ni su olor, ni su voz, ni el color de sus ojos. Solo sabe que le gustaría tenerla en casa, porque así le daría la pulsera de plastilina que le hizo para el Día de la Madre y que todavía está guardada en su bolso del colegio.

—No le pude dar su regalo porque está en Colombia, con mi papá. Colombia queda lejísimos. Uf. Lejos como la luna —dice la niña.

La voz de Andrea es aguda y clara. Está convencida de que Bogotá queda a más de 200 mil kilómetros de Caracas. Ignora que, en realidad, sus padres se encuentran a poco más de mil kilómetros de distancia. Tampoco tiene sentido explicárselo, porque acaba de cumplir cinco años y no sabe contar muy bien.

Con un objetivo más bien didáctico, la maestra Joana Cedeño ha intentado convencer a Andrea de que Colombia está al lado de Venezuela, justo al noreste, pero la niña la mira con ojos confundidos. Los puntos cardinales no existen en su cabeza llena de lazos. Es evidente que papá y mamá están lejísimos, es por eso que no los ha visto una sola vez desde 2017.

Si le preguntasen, Andrea no podría describir cómo es su mamá. Solo sabe que le gustaría tenerla en casa.

Cuando Alberto y Yusmary hicieron las maletas y tomaron un autobús a Bogotá, Andrea apenas aprendía a colorear y no tenía mucho cabello. Hoy luce un montón de rizos Delgados y asiste al tercer nivel del preescolar en la Escuela Jesús Maestro de Fe y Alegría, un armatoste pintado de beige que tiene más de 50 años en pie en lo alto de la zona 10 de José Félix Ribas.

Andrea tiene 5 años. Sus papás tomaron un autobús a Bogotá en 2017 y desde ese año no los ha visto ni una sola vez.

José Félix Ribas es un barrio lleno de madrugadores y adolescentes armados. Una suerte de favela gigante, multicolor, de casas amontonadas y postes de luz repletos de cables enredados. Se divide en 10 zonas y se ubica al este del área metropolitana de Caracas, la capital de Venezuela y una de las ciudades más violentas del mundo.

En su mayoría, los niños de la Escuela Jesús Maestro son delgados y bajitos. A las siete de la mañana, cuando el sol apenas calienta el piso de asfalto, al menos 40 maestras se despliegan en el patio e intentan poner orden entre todos. Las encargadas del preescolar conducen a los más pequeños hasta el aula principal, un salón con paredes de vidrio al que llaman “el auditorio”, donde los reúnen para entonar las primeras canciones del día.

Andrea siempre llega temprano al colegio. No vive, como muchos de sus compañeros, en José Félix Ribas, sino en un barrio más pequeño y alejado, llamado La Bombilla. Allí ha permanecido la familia paterna de Andrea desde que Milagros, la abuela, tiene memoria. En una casa de un único piso, de bloques grises y sin frisar, cuyo baño fue construido en el patio de atrás.

Milagros lleva a Andrea de la mano y se despide con una sonrisa y un apretón en la mejilla. Entonces ella camina hasta el auditorio canturreando la canción de los árboles que le enseñaron a comienzos de año. La maestra Joana la recibe con los brazos abiertos y con la misma pregunta bailándole en los labios.

—¿Hoy sí traes la tarea hecha, Andre?

—Hoy no —la sinceridad sale a borbotones de la boca de Andrea.

Sabe que la mujer que la mira con ojos compasivos va a reñirle, pero solo serán 10 minutos, luego la dejará libre y ella podrá seguir su jornada tranquila. Al igual que a su abuela, a Andrea parece no interesarle los números o el abecedario. Lo suyo son las canciones que puede aprenderse de memoria, para después cantárselas a Alberto y Yusmary por teléfono.

Papá no llama a menudo y mamá nunca atiende el celular, pero si algo no le falta a Andrea es la paciencia. Sigue memorizando tonadas. Igual, Milagros ya le ha dicho que en Colombia, que está tan lejos como la luna, no hay mucha señal.

Papá no llama a menudo y mamá nunca atiende el celular. Milagros, la abuela de Andrea, le ha dicho que en Colombia no hay mucha señal.

La maestra Joana

La caligrafía de Joana es fina y precisa. Hace las A y las R algo redondeadas, con el mismo movimiento de muñeca que ha intentado enseñarles a sus 18 alumnos. Escribe las tareas siempre con bolígrafo azul y corrige con uno rojo. Así pasa la primera media hora de la mañana, sentada en una mesita baja llena de cuadernos. En la esquina de la hoja dibuja caritas felices a los niños que llenaron las planas y contaron manzanas y peras correctamente. Las caras tristes son para los que ensucian las páginas con chocolate o café.

Joana es capaz de reconocer de quién es cada cuaderno con solo ver el papel con el que está forrado. Cuando toma uno lleno de mariposas y conejos, sabe que es el de Andrea y que, por ende, estará vacío. Abre la página correspondiente al 11 de julio y, mecánicamente, dibuja una cara triste en tres trazos. Levanta la vista y mira a la niña jugar con un par de tacos en la mesa de enfrente. Es rara la ocasión en la que Andrea cuenta peras y manzanas.

Casi todos los niños del grupo de Joana cuentan hasta 100 y saben el abecedario hasta la ene. Andrea apenas recuerda las primeras 10 letras. Tampoco le gusta enumerar, porque se aburre. Sin embargo, detesta en silencio esas caritas rojas que su maestra insiste en estampar en su cuaderno. Las odia desde que se dio cuenta de que sus compañeros presumen caritas sonrientes que no se parecen en nada a la suya.

—Yo me porto bien, pero creo que la maestra no se da cuenta —musita con sincera resignación.

Joana se da cuenta de muchas cosas, como que Andrea no recuerda los nombres de todos los colores, no sabe con exactitud las fechas ni puede leer la hora. A principios de año, en enero, detuvo a la maestra Nancy Blanco en los pasillos y le comentó sobre el caso de la niña Andrea. Una chiquilla que siempre traía las libretas en blanco. Ella había estado en el grupo de Blanco durante 2018.

Después de 40 minutos de charla, Joana volvió al salón con algo parecido al desasosiego en la boca del estómago. Llamó a Andrea, porque se resistía a creer en la aparatosa versión de Nancy. Cuando la niña se acercó, la miró fijamente durante unos segundos.

—Andrea, ¿quién te ayuda en casa con la tarea? —preguntó.

Recibió un encogimiento de hombros por respuesta.

—Andrea, ¿tu abuela no te ayuda con la tarea? —preguntó de nuevo. Esta vez, la aludida negó categóricamente con la cabeza— . ¿Por qué no te ayuda tu abuela con la tarea?

—Porque no sabe nada. Ella me dice que no sabe nada —respondió Andrea.

La abuela Milagros no intentó ocultar su analfabetismo a la maestra de su nieta en enero. Se encogió de hombros frente a ella y Joana intentó ser empática con esa mujer de 65 años con sonrisa dulce y mirada limpia. Le recomendó enviar a la pequeña con alguien que pudiese guiarla en los deberes, pero, aunque la abuela asintió con vehemencia, en julio Andrea sigue entrando al salón de Cedeño sin haber escrito planas, recortado o coloreado. Con su cuaderno sin llenar.

La maestra pregunta “¿Por qué no te ayuda tu abuela con la tarea?”.“Porque no sabe nada. Ella me dice que no sabe nada”, responde Andrea.

La abuela Milagros

Hay algo en los ojos de la abuela Milagros que te invita a sonreír con ella. Es tan honesta como su nieta y reparte abrazos a diestra y siniestra.

—Yo no sé leer. No sé casi nada y no puedo ayudar a Andrea —comenta sin ánimo, en la entrada del colegio.

Pero luego se recompone y habla de lo hermoso que baila la niña y lo orgullosa que está de ella. No sabe con exactitud qué edad tiene, pero dice que ha crecido mucho desde que Alberto, su hijo, la dejó a su cargo.

—Ella tiene un abuelo, pero trabaja de vigilante y siempre está cansado —agrega Milagros.

Sonríe con incomodidad después de la frase. La mañana del 11 de julio termina y con ella, el fin del año escolar parece cada vez más próximo.

Cuando el timbre de la escuela suena y Andrea corre hacia su abuela, ella sabe que algo anda mal. Viene con el cuaderno de mariposas y conejos entre las manos. Se le han vuelto a amontonar las caritas tristes, eso es seguro. En esos momentos, Milagros la lleva a casa de la vecina, que sí sabe leer y contar, para que la ayude. Así evita que Andrea llore sobre la caligrafía pulcra y redondeada de su maestra, al menos por un día.

—Yo no sé leer. No sé casi nada y no puedo ayudar a Andrea —comenta sin ánimo la abuela en la entrada del colegio.

La niña Andrea

Andrea no se mantiene nunca en un solo estado de ánimo. Pero por lo general está contenta durante un rato y disfruta del sol que entra por las ventanas de su salón.

Aunque lo hace por poco tiempo, porque la maestra suele cerrarlas para que el viento frío de la mañana no se cuele.

Hay jornadas buenas y jornadas malas. Generalmente, las jornadas malas vienen cuando los niños hablan de sus padres o cuando cuentan lo que hicieron el fin de semana con sus familias. Entonces, Andrea se sume en un hermetismo duro de atravesar, durante el resto del día. En ocasiones rompe a llorar sin razón aparente, pero Joana sabe que tiene algún que otro motivo: le atormentan las caritas rojas y tristes, no trajo merienda o no ha sabido de sus padres en meses.

—Seguro están trabajando mucho y están ocupados —es la frase que Joana usa para consolarla.

Milagros suele mentir a su nieta sobre Alberto y Yusmary cuando pasan largas temporadas sin llamarla. Inventa historias sobre su vida en Colombia, pero hay momentos en los que se le olvida y entonces Andrea se aprieta las manos y llora en el salón.

—Allá no están muy bien y seguro por eso mi hijo no recuerda llamar. Yo le cuento a la niña que él me llama cuando ella está dormida. Invento cositas, para que no se me ponga triste. Pero a veces no hallo qué inventar o no me recuerdo —explica Milagros.

Cuando a las 11 de la mañana suena el timbre que anuncia la comida del Plan de Alimentación Escolar, del que se beneficia 70% de los niños de la Escuela Jesús Maestro, Andrea vuelve a estar contenta. En casa no come mucho. Suele llevar de desayuno lo mismo que cenó la noche anterior. Cuando le sirven arroz y caraotas en su propia taza, se sienta con sus compañeros a comer en silencio.

Luego se vuelve autosuficiente. Vuelve a hablar de sus padres, para no quedar mal con los otros niños que también lo hacen.

—Ellos no me van a dejar, vienen a buscarme el mes que viene —recita en voz alta.

La maestra Joana la mira de reojo. Suspira. La maestra Nancy y ella la han escuchado decir lo mismo con tal convicción, que es difícil no creerle. Aunque ya hayan pasado dos años. No importa, si algo no le falta a Andrea es la paciencia.

“Ellos no me van a dejar, vienen a buscarme el mes que viene”, recita en voz alta. Aunque ya hayan pasado dos años. No importa, si algo no le falta a Andrea es la paciencia.

La niña Sofi

Los 20 niños de la maestra Gloria son, la mayor parte del tiempo, disciplinados. El salón de Gloria está a dos metros del aula de la maestra Joana. Tiene las paredes de cristal, desde que a la Unicef apoyó en la remodelación de todo el pasillo del primer piso en 2017, en una alianza con la Federación de Fe y Alegría. El objetivo era renovar algunos espacios de las escuelas de Fe y Alegría en las zonas populares de Caracas.

A la maestra Gloria no le hace nada de gracia. La zona 10 de José Félix Ribas es propensa a los tiroteos entre bandas criminales. Si una bala perdida penetra por la ventana del pasillo, está segura de que el vidrio de su salón explotará en mil pedacitos. No ha ocurrido, pero Gloria es previsiva y algo fatalista.

De todos sus alumnos, Sofía (“Sofi”, de cariño) es la más rápida. Sabe sumar y restar con una velocidad impresionante, y solo tiene cuatro años. Morena y de mirada oscura y brillante, Sofi salta en vez de caminar. Como termina antes sus tareas en el salón, disfruta ayudando a sus compañeros a hacer las suyas.

Secretamente odia la lentitud y no concibe que alguien esté quieto por mucho tiempo.
Sin saberlo, Sofi se comporta como su padre cuando era un niño. Es igual de afable y atenta. Un poco insistente. Sin embargo, luce los ojos de su mamá y la misma sonrisa traviesa. Lucía, su abuela paterna, se siente decepcionada cada vez que el tiempo pasa y Sofi no deja de parecerse a esa mujer con la que no se lleva nada bien y que no ha visto en más de un año.

Lucía aún recuerda el día que su hijo adolescente llevó su novia embarazada a casa, en 2014. Yuneli parecía siempre ausente. Según la Unicef, en 2014 el 23% de los embarazos en Venezuela eran de menores de 20 años. A Lucía no le escandalizó que Yuneli fuese una quinceañera. Lo que le preocupaba entonces era su carácter rebelde y despreocupado. Cuando nació Sofía, las cosas no mejoraron.

Sofí tenía dos años cuando a su papá lo mataron de un disparo, en la entrada de la zona 10. Para entonces, Yuneli y ella vivían en una casa pequeña de un solo piso, cerca del colegio Jesús Maestro. Poco después, a mediados de abril de 2017, Yuneli tomó el bolso tricolor que había utilizado durante bachillerato y metió dentro algunas prendas de Sofi. Luego pidió prestado un bolso de lona a una vecina y empacó sus propias cosas. Levantó a Sofía por debajo de los brazos y la llevó calle arriba hasta la casa de sus abuelos paternos. La dejó en el suelo, junto con el bolso tricolor, tocó la puerta y echó a correr cuesta abajo.

Cuando Jesús Gutiérrez abrió la puerta, se encontró a su nieta confundida y sentada en el piso de grava. Después de media hora, Lucía y él bajaron a la casa que su hijo fallecido y su nuera habían compartido por casi 600 días y la encontraron vacía. La vecina resolvió sus dudas: la muchachita acababa de irse. Se mudó a Colombia.

Sofía tenía dos años cuando a su papá lo mataron de un disparo. Yuneli, su mamá, la llevó hasta la casa de los abuelos paternos, la dejó en el suelo y echó a correr.

Yuneli llamó por primera y última vez en septiembre de 2017. Lucía apenas quiso escucharla. Se sentía violenta y muy descolocada. Le exigió que volviese a Caracas, para arreglar los papeles de la custodia de la niña. Pero la joven se negó.

—Ella misma abandonó a Sofí en la puerta de mi casa. No entiendo por qué no quiere darme a la niña. La maternidad no es algo que se tira y se recupera como si nada. Sofía no es un perrito que ella puede dejar por ahí —dice Lucía, dos años después de la llamada de su nuera.

Legalmente, Lucía no es la representante de Sofí. Y, aunque ha intentado ir al Consejo de Protección a asesorarse, siente que nadie le presta atención. Su mayor miedo es que, aunque no haya visto a Yuneli desde 2017, ella pueda aparecer de un momento a otro a llevarse a la niña, igual de silenciosa como la dejó.

—Ella misma abandonó a Sofí en la puerta de mi casa. No entiendo por qué no quiere darme a la niña. La maternidad no es algo que se tira y se recupera como si nada. —dice Lucía

La maestra Gloria

A Sofi le gusta que le presten atención. Su abuelo, Jesús, la mimó todo lo que pudo antes de irse a Panamá, en 2018.

—Papá Jesús se fue porque no teníamos comida en la casa y comíamos mucha lenteja. A mí no me gusta la lenteja porque sabe feo —Sofi habla y se ríe.

Extraña a su mamá y a su abuelo y se lo dice con frecuencia a la maestra Gloria.
—Sofi es capaz de afrontar su propia nostalgia, pero hay que distraerla —comenta la maestra.

Cuando comienza la mañana, le da una lista de tareas a Sofi, para asegurarse de mantenerla ocupada. Con una eficiencia de secretaria, a las ocho en punto Sofía coloca la cartera de la maestra en el estante, saca el celular y un termo de jugo, y los deja en la mesa del fondo, donde la maestra suele corregir las tareas. A Sofi le gusta sentirse útil: cuando la maestra no le ha mandado a hacer alguna cosa, se lo recuerda.

El 1 de julio de 2019, Jesús volvió de Panamá, para visitar a su nieta. Ella lo recibió como si no lo hubiese visto en siglos. Pero los días pasan rápido y llega la hora en la que papá Jesús tendrá que irse. El 12 de julio, Sofí se acerca a la mesa de la maestra Gloria y se sienta en sus piernas. Le cuenta, en el oído, que lo menos que quiere en el mundo es que su abuelo se vaya.

—Él juega conmigo. Me cuenta chistes. Él me quiere. Se va a ir y no me va a llamar nunca, como mi mamá —murmura en tono muy bajo.

—Sofi —comienza la maestra, con voz controlada—, sabes que él se va a trabajar para mandar dinero, para que tu abuela y tú coman. ¿Prefieres pasar hambre a que él se vaya?

Parece un argumento razonable, pero Sofi mira a la maestra Gloria con sus enormes, brillantes y oscuros ojos. Baja la barbilla y sube los hombros.

—No importa. Como poquito —contesta.
La maestra guarda silencio cuando Sofi solloza una vez. Cada vez que ella llora, siente un calor detrás de los ojos, como si lágrimas guardadas pujaran por salir. Se concentra en consolar a Sofía y en inventar nuevas tareas para darle, hasta que logra que su tristeza desaparezca detrás de su eficiencia.

—Una, como maestra, siempre debe ser fuerte. Pero yo me siento afectada cuando ellos se sienten afectados —explica, cuando se queda sola en el salón, a la hora de la salida—. Los padres suelen creer que las separaciones no pegan. Pero mira, a veces Sofi no quiere cantar o integrarse. El abandono es un tema delicadísimo, porque es algo que se queda en el subconsciente. Siempre está ahí. Siempre te va a acompañar ese sentimiento de haber sido dejado a un lado. Aunque seas muy pequeño para comprenderlo.

La hermana Alejandra

Las maestras Gloria y Joana suelen compartir las historias de sus niños con sus colegas, porque así sienten que la carga de tribulación se distribuye entre todas. A veces, la maestra Joana tiene ganas de llorar y piensa que la impotencia es la sensación más odiosa del mundo.

El año escolar casi llega a su fin y hay que pensar en las inscripciones del siguiente. Es hora de que Lucía y Milagros vuelvan a ir a la dirección del colegio. El 15 de julio, la hermana Alejandra Linares, la directora del plantel, les recuerda lo importante que es tener una autorización escrita que las avale a ambas como representantes de las niñas. Son 15 abuelas y abuelos más en la misma situación que escuchan atentamente, sentados frente a la estatuilla de la virgen María que la hermana tiene en la oficina.

—Sin autorización es casi ilegal inscribir a los niños en el colegio. Necesitamos al representante legal —explica con aire pedagógico la hermana Alejandra.

Es una reunión que no dará frutos. Desde hace casi dos años, las maestras cierran los ojos cuando Lucía entra puntualmente a inscribir a Sofi o cuando Milagros llega con una partida de nacimiento arrugada, de la mano de Andrea.

—La ilegalidad en Venezuela a veces es una necesidad. ¿Qué hacemos? ¿Dejamos a las niñas sin inscribir? Si esperamos a que los papás respondan, que vuelvan y arreglen los papeles, ¿cuándo rayos van a estudiar las criaturas? —A la maestra Nancy Blanco le desespera la situación y tiene una paciencia tan delgada como el papel de arroz.

La hermana Alejandra despacha a los abuelos con un rictus severo. Sabe que sus palabras no surten efecto, pero cumple con avisar. Lo intenta cada año, aunque nadie le haga mucho caso.

Desde hace casi dos años, las maestras cierran los ojos cuando la abuela de Sofía entra puntualmente a inscribirla o cuando Milagros, la abuela de Andrea, llega con una partida de nacimiento arrugada.

El colegio Jesús Maestro

En 2019, el colegio Jesús Maestro tiene una matrícula de poco más de 600 estudiantes. Las maestras se han tomado la molestia de realizar una lista para averiguar cuántos alumnos tienen a uno o ambos padres en el extranjero, a causa de la diáspora venezolana agudizada en los últimos dos años. Solo de primer a tercer grado, hay 42 niños al cuidado de sus abuelos, tíos o padrinos. Las cifras de preescolar se mantienen guardadas bajo llave.

Sofía y Andrea no se llevan bien del todo. Apenas se relacionan, aunque cantan las mismas canciones en el auditorio. Sin embargo, tienen más en común de lo que podrían imaginar. Ambas quieren ser doctoras. Igual, a Sofía le gusta Moana y a Andrea le parece que Frozen es mejor, por lo que es poco posible que congenien.

El rostro de Sofi, la melancolía de Andrea, se repiten en cada salón, cada aula, cada lugar escondido del colegio en el que hay un niño cuyos padres parecen haberse olvidado de él. Al inicio de la mañana, cuando el sol apenas calienta el asfalto del patio, una fila de pequeños de camisas rojas y ojos adormilados ingresan a sus respectivos salones. Ese es el único instante en el que no hay forma de diferenciar a los que han sido dejados atrás.

El rostro de Sofi, la melancolía de Andrea, se repiten en cada salón, cada aula, cada lugar escondido del colegio en el que hay un niño cuyos padres parecen haberse olvidado de él.

*Los nombres de las niñas, sus representantes y maestras fueron cambiados para proteger la identidad de las niñas

Las niñas mendigo

Esta es tal vez la historia de muchas de las niñas que pasan sus días en las calles de Caracas esperando que alguien les ofrezca algo de comer o una limosna y soñando con poder protegerse y proteger a los suyos. Pero es también la historia de cómo enfrenté mis creencias, prejuicios y miedos para poder entender una realidad que había ignorado toda mi vida.

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