Las niñas mendigo
Maria Jesús Vallejo
Rayner Peña
Esta es tal vez la historia de muchas de las niñas que pasan sus días en las calles de Caracas esperando que alguien les ofrezca algo de comer o una limosna y soñando con poder protegerse y proteger a los suyos. Pero es también la historia de cómo enfrenté mis creencias, prejuicios y miedos para poder entender una realidad que había ignorado toda mi vida
Siempre ignoré las caras de las niñas de la calle; tanto que llegué a pensar que no tenían rostros. Pero me tocó verlas a los ojos. Mientras escribo esto, Camila y Mónica van de un supermercado a otro con la esperanza de que algún comprador les regale algo para llevar a casa. Juliana y Valeria siguen haciendo malabares en un semáforo en el este de Caracas para poder comer. Andrea busca en diferentes retenes y casas hogares de la ciudad a su hijo que se escapó para pedir comida en la calle y desapareció. Esta quizás sea más mi historia que la de ellas, pero no podría contarla si no las hubiese conocido, si no me hubiese sentado en una acera a conversar, si no hubiese corrido para alcanzarlas, si no hubiese enfrentado el miedo. No podría escribir esto si no hubiese mirado sus caras.
Abril, 2019 – Primer intento.
Niña no mayor de 12 años. / Que esté en situación de calle (puede tener casa y familia, pero si pasa más tiempo en la calle que en su casa, se considera en situación de calle). / Hacer todas las entrevistas que sean posibles; no conformarse con la primera. / Importante: Qué quiere ser cuando sea grande.
Cuando escogí contar la historia de una niña en situación de calle para este proyecto no pensé que sería uno de los mayores retos a los que me enfrentaría. Asumí, desde el principio, que cualquier niña estaría dispuesta a confiar en mí, tanto como para dejarme conocerla. Pero cuando me acerqué por primera vez a Mónica y a Camila fueron tan simpáticas que pensé que tenía todo resuelto.
Siempre ignoré las caras de las niñas de la calle; tanto que llegué a pensar que no tenían rostros. Hasta que me tocó verlas a los ojos.

Desde hace más o menos dos años comencé a ver grupos de niños y niñas afuera de varios supermercados, abastos, panaderías y restaurantes de la ciudad; adonde fuera, escuchaba alguna voz infantil que rogaba por algo para comer. Aun así, pasé casi dos meses tras alguna niña que pudiera convertirse en la protagonista de mi historia.
Honestamente, creo que siempre tuve miedo de acercarme; a lo mejor por eso no había dado con alguna niña. Me daba miedo que me rechazara o que fuera grosera conmigo. Por mucho tiempo fui sorda y ciega ante esta población. Es algo que comienzas a hacer, tal vez, de forma automática: pasas entre una manada de cuerpos delgados y ropas roídas, escuchas las voces, sigues caminando. No pasa nada. Si no miras sus ojos, no pasa nada. No pasa nada.
Es una tarde cualquiera. Voy entrando a una farmacia y de pronto veo a dos niñas: cabellos claros recogidos en colas hechas sin mucho esfuerzo, pieles blancas, caritas pecosas, piernas y brazos delgados, ropas roídas y descoloridas, zapatos desgastados. Están sentadas una junto a la otra. Se parecen muchísimo, pero una es más alta.
—Sí, somos hermanas. Venimos en las tardes porque en las mañanas tenemos que ir al colegio —me dice Mónica, la más alta.
Mónica tiene 11 años y Camila, 9. Viven en la parroquia Petare, la barriada más grande de la ciudad, ubicada en el extremo este de Caracas. Hasta finales de 2018 vivieron en Las Adjuntas, al otro lado de la capital, en la parroquia Macarao, en un terreno baldío invadido con casas precarias construidas de manera ilegal. Según Mónica, la Alcaldía de Libertador —lo supo por los uniformes y los carros identificados— desalojó el lugar y todas las familias quedaron en la calle. Ella y Camila se fueron a casa de su tía mientras su mamá, con sus otros hijos, dos niños de cuatro y un año, se fueron a casa de la abuela.
—Mira, ¿tú no tienes una ropa que nos regales?
Es la primera vez que Camila habla en los 15 minutos que tengo con ellas. Mónica es extrovertida, habla sin parar, mantiene una postura erguida y parece que no le molestan las preguntas. Pero Camila es callada, tranquila; me atrevería a decir que es temerosa. Quizás porque es la menor de las dos. No se mueve sin que su hermana la respalde.
No hablamos mucho más. Nos despedimos con la promesa de volver a vernos allí el fin de semana y les aseguré que trataría de conseguir algo de ropa.
¡Por fin encontré a alguien, después de tanto buscar, para contar la historia del proyecto Hijos de la indolencia!
Es algo que comienzas a hacer de forma automática: pasas entre una manada de cuerpos delgados y ropas roídas. Si no miras sus ojos, no pasa nada.

Me desanima no haber conseguido lo que les prometí a Mónica y a Camila. Durante días me cuestioné sobre si debería preocuparme por ellas, por si comen, por si corren peligro, por si la policía las persiguen, por si pueden vestirse, por si van al colegio. Quizás María la periodista no, pero María la que es hermana mayor de tres, sí.
Veo que están sentadas donde acordamos. Les grito desde la otra acera y Camila, a la que parecía haberle agradado menos, cruza la calle corriendo. Yo también corro. Nos abrazamos. No lo veía venir, pero no me molesta.
Luego, Mónica cruza la calle y se une al abrazo. Hoy no están solas. Las siguen otra niña a la que le calculo 13 años y un niño como de 10. Me intimidan, honestamente. No sé por qué, no hay diferencia entre ellos y Mónica y Camila. Creo que son mis prejuicios, aunque he intentado dejarlos de lado, siguen caminando conmigo.
Quiero hablar solo con las hermanas, pero nunca se separan y me apena muchísimo admitir que no quiero hablar con sus nuevos amigos. De todas formas, armamos un círculo de cinco en medio de una acera y me entrego a la conversación. Me preguntan qué tal mi día, dónde vivo, si tengo hermanos, si tengo dinero o si les puedo comprar almuerzos.
Hasta ahora, no les he contado que soy periodista y que quiero conocerlas más para escribir un trabajo que permita visibilizar la vida de las niñas en situación de calle. Suena muy técnico, muy formal, pero mis editoras me dijeron que debía explicarles mi objetivo claramente antes de entrevistarlas. Ya tendré tiempo para eso. Les contaré sobre mí la próxima vez que hablemos.
Mónica y Camila tienen 11 y 9 años. En nuestro segundo encuentro me abrazaron. Luego de esa tarde, no las volví a ver. Perdí sus pistas. Nunca sabré que quieren ser de grandes.

No volví a ver a Mónica y a Camila. Luego de aquella tarde, fui cada fin de semana al lugar donde las conocí; también pasé por el supermercado que está cerca, donde sé que pedían, pero con menos frecuencia; me encontré varias veces con el niño que las acompañaba la última vez que las vi y le pregunté, siempre, por ellas, pero tampoco sabía. No tenía un número de teléfono, ni sabía su dirección ni en qué colegio estudian. Perdí sus pistas, la posibilidad de ayudarlas de alguna forma y la oportunidad de contar su historia.
Mayo, 2019. El ínterin.
Sigo sin tener algo concreto para escribir, por lo que decido, mientras tanto, leer lo que se ha hecho sobre el tema. Escribo en la barra de Google mis palabras clave: niñas, calle, abandono, adolescentes.
Encuentro el primer dato que me aterra: en 2018, 1.484 niños, niñas y adolescentes en situación de calle murieron de forma violenta; de esos casos, 840 fueron homicidios. La cifra es del Observatorio Venezolano de Violencia. Otro dato: según Cecodap, alrededor de 690 niños y niñas deambulan en 3 de los 5 municipios del área metropolitana de Caracas, principalmente en las riberas del río Guaire, conocido por su alto nivel de contaminación. Ese número fue registrado por la organización hasta finales del año pasado.
En 2018, 1.484 niños, niñas y adolescentes en situación de calle murieron de forma violenta; de esos casos, 840 fueron homicidios.

La mayoría de las notas que leo son de la hiperinflación, el aumento de la pobreza y el crecimiento poblacional como las principales razones por las que una parte de la niñez venezolana permanece en las calles. Pero pocos medios explican que no es un fenómeno reciente.
Recuerdo que mi mamá siempre habla de la promesa que hizo Hugo Chávez de acabar con el problema de los niños y las niñas en situación de calle, hace 20 años, cuando fue electo como presidente la primera vez.
En la página web del Centro de Justicia y Paz (Cepaz), consigo un comunicado publicado el 3 de abril de 2018, en el que 43 organizaciones no gubernamentales, grupos académicos y asociaciones civiles defensores de los derechos humanos denunciaron un reportaje escrito por Eduard Freisler para El Nuevo Herald, titulado: Pandilla de niños usan armas para asegurar la comida que dejan en la basura de Caracas, por no proteger las identidades de los niños y las niñas, ofrecer detalles sobre los lugares que habitan y etiquetarlos como delincuentes. Leo el trabajo e incluso tiene fotos de las caras de algunos niños. Como lo manifestaron los activistas, el trabajo incumple con la Ley Orgánica para la Protección de Niños, Niñas y Adolescentes (Lopnna).
No encuentro cifras oficiales de infancia en situación de calle en Venezuela, pero, de acuerdo con Unicef, existen 100 millones de niños y niñas, de entre 10 y 14 años, abandonados en todo el mundo y de esos, 40 millones pertenecen a América Latina.
Entre tanta información, me aparece un enlace que me lleva al título 89 poemas que hablan de niñas. Reviso la lista y hay poemas de Octavio Paz, César Vallejo, Pablo Neruda, Federico García Lorca y unos cuantos más. Todos hablan de las niñas en un sentido sexual. Pero me quedo fija en uno de Gabriela Mistral llamado Miedo:
“Yo no quiero que a mi niña golondrina me la vuelvan; se hunde volando en el cielo y no baja hasta mi estera. En el alero hace el nido y mis manos no la peinan. (…) Yo no quiero que a mi niña la vayan a hacer princesa. Con zapatitos de oro, ¿cómo juega en las praderas? (…)”.
De repente pienso en Mónica y en Camila, me pregunto dónde estarán o qué estarán haciendo y recuerdo que nunca sabré qué quieren ser cuando sean grandes.
De acuerdo con Unicef, existen 100 millones de niños y niñas, de entre 10 y 14 años, abandonados en todo el mundo y de esos, 40 millones pertenecen a América Latina.

Junio 2019. Segundo intento.
Cuando era una niña, recuerdo haber querido ser muchas cosas: veterinaria, bailarina, actriz, cocinera, ingeniera. Pensaba en lo divertido que podía ser cada oficio, pero nunca pensé en la utilidad de cada uno.
Cuando le pregunté a Juliana, mi nueva protagonista, qué le gustaría ser de grande me respondió, sin dudarlo:
—Abogada, porque así cuando algún familiar caiga preso, podré ayudarlo.
Valeria, a quien me presentó como su hermana, tampoco titubeó:
—Yo quiero ser del Faes (Fuerzas de Acciones Especiales, organismo de la Policía Nacional Bolivariana), porque así, si alguien se mete con mi familia, puedo matarlo.
La afirmación me paralizó. No supe qué decir. Le pregunté si no le daba miedo y negó con la cabeza.
No sé si su verdadero nombre es Juliana, Joselyn o Carolina. Me dijo los tres, pero la llamaré Juliana. La encontré haciendo malabares en un semáforo. Estaba con una niña más pequeña, Valeria, y un niño, también pequeño, Luis. Me aseguró que ambos son sus hermanos. Tiene 12 años, cumplirá 13 en octubre y pasó a sexto grado. Vive y estudia en Petare. Según ella, su mamá no sabe que se la pasa todas las tardes en la calle, porque cuando sale de casa, le dice que va a visitar a su tío.
—Yo vengo desde el año pasado. A veces la gente nos da comida o plata. Nos han dado hasta dólares (…). No, no me da miedo, porque yo sé correr. Le digo a mi mamá que la plata me la da mi tío. El sol no me molesta, uno se acostumbra. Nosotros nos vamos de aquí como a las cuatro o cinco en el Metro (de Caracas) y después nos toca caminar pa la casa…
Le pregunté a Juliana, mi nueva protagonista, qué le gustaría ser de grande me respondió: “Abogada, porque así cuando algún familiar caiga preso, podré ayudarlo”.

Habla con soltura hasta que saco la grabadora. La enciendo y le enseño cómo se usa. Intento romper el hielo. Le parece divertido cómo se reproducen los sonidos después de que los grabo, aun así, no quiere que la tenga encendida. Le tuve que mostrar mi carnet que dice que soy periodista porque no me creía. Le pregunto, otra vez, si la puedo grabar. Se ríe, da varios pasos atrás y me dice que le da pena. Guardo la grabadora.
—¿Por qué no me creíste cuando te dije que soy periodista? ¿Qué creíste que era?
—De la Negra Hipólita.
La Misión Negra Hipólita es un programa social creado en 2006 por Hugo Chávez que tenía como objetivo atender a personas en situación de calle. El 8 de diciembre de ese año, el exmandatario aseguró: “Los marginados son víctimas de la miseria, la exclusión y las drogas”. Entre esa población, mencionó a los niños de la calle, indigentes, mujeres embarazadas en situación de pobreza y personas con discapacidad. Según datos oficiales, hasta 2016, la misión había rehabilitado a más de 7.000 personas.
Pero Juliana le tiene miedo al programa. Le tiene miedo a la ley. Corre cuando sabe que hay un operativo de la misión. También corre cuando ve algún camión del Instituto Autónomo Consejo Nacional de Derechos del Niño, Niña y Adolescente (Idenna), que son iguales a los que utiliza la Policía Nacional Bolivariana. Juliana me explica que los funcionarios llegan, toman por la fuerza cuantos niños y niñas pueden y se los llevan a los centros de atención. Ella admite que es rápida, pero, de todas formas, no le gusta tener que correr todas las semanas.
Es domingo, mediodía. Esta vez Juliana está con un grupo más grande. La llamo desde lejos y corre hacia mí. Esta es la segunda vez que la veo, así que debo tratar de que confíe un poco más en mí para que me hable sobre su vida. Me dice que está con su mamá. Me siento confundida porque me había dicho que su mamá no sabía. Bromeando, le reprocho el haberme mentido. Se ríe y cruza la calle corriendo.
Su mamá es amable, pero no me dice su nombre. Es una mujer alta y encorvada; de piel morena y cabello oscuro; viste una licra y una franela sin mangas que deja descubierto su abdomen flácido y con una cicatriz de cesárea. Sostiene un paño enfrente de su cara y me dice que es porque tiene gripe.
—Ella me dijo que tú no sabías nada de esto. Que tú no sabías que ella se la pasaba en este semáforo pidiendo plata —le digo—. Que tú pensabas que ella estaba en casa de su tío.
—No, yo me enteré hace cinco meses —precisa.
Me dice que no lo supo antes porque ella y su hermano, el tío con el que supuestamente Juliana pasaba las tardes, no se hablan desde hace años. Confirmó que sí, que viven en Petare, también que Juliana estudia allí pero no pasó a sexto grado sino a primer año de bachillerato. Según ella, una de las cosas por las que deja que su hija siga haciendo malabares en un semáforo es la graduación, porque necesita una camisa azul, un pantalón y zapatos nuevos.
Cuando le pregunto sobre el verdadero nombre de Juliana me responde con una risa. Entiendo, entonces, que quieren protegerse. Juliana no es de muchas palabras, no se anima a conversar más de una hora. Esta vez, tampoco me deja grabarla. Le pregunto si la puedo ver durante la semana y me dice que estará allí todas las tardes.
Busqué a Juliana durante una semana completa y nunca la encontré. Tampoco me atendieron las llamadas que hice al número que me dio su mamá, ese que me aseguró era el de ella. Un día, saliendo de la oficina, veo a Juliana entre un grupo de adolescentes. Me alegré al verla. La saludé y me respondió con un hola a medias. Le pregunté cómo estaba y se quedó callada. Quise bromear:
—¿No me vas a decir nada? ¿Ya no somos amigas?
—Las amigas no existen.
Se alejó sin despedirse. Luego de ese día, me la encontré un par de veces en la misma calle, pero nunca más correspondió a mis saludos.
Juliana le tiene miedo a la ley. Corre cuando sabe que hay un operativo de la Misión Negra Hipólita. Es rápida, pero no le gusta tener que correr todas las semanas.

Andrea está afuera del retén de menores Ciudad Caracas, ubicado en la parroquia Santa Rosalía. La acompañan su hija Carla de 12 años y Pedro, de 17. Llegué allí porque una amiga me dijo que la llamara, que tal vez su historia servía para mi texto. Nunca había visto a Andrea, solo la había llamado para saber dónde ir a buscarla. En lo que me vio, se acercó rápido, me tomó las manos y comenzó a contarme todo.
Está esperando por la respuesta de la directora del centro, quien le prometió que buscaría entre los expedientes el nombre de su hijo. Juan, de 15 años, tiene 10 días desaparecido. Pedro cuenta que dos hombres armados se lo llevaron, junto a dos adolescentes más, una noche mientras estaban acostados fuera de un local en Las Mercedes, zona comercial y de recreación del municipio Baruta. Pedro estaba con él, pero fue más rápido y logró escapar.
—Nosotros estábamos ahí durmiendo, pues. Aunque uno nunca duerme de verdad, porque tienes que estar pendiente. Entonces robaron un local por ahí por donde nosotros nos la pasamos, pues.
Entonces llegaron dos tipos y comenzaron a disparar. Yo corrí. Todos comenzamos a correr, pues, pero a ellos los agarraron —recuerda Pedro.
Él cuenta que no es la primera vez que tienen que huir, pero sí la primera en la que se separa de su hermano. Ellos son los mayores de los seis hijos que Andrea está criando sola.
La familia de Andrea forma parte de la cifra de hogares que viven en pobreza por ingresos. Según los resultados de la Encuesta de Condiciones de Vida (Encovi) de 2018 —elaborada por investigadores de la Universidad Católica Andrés Bello (Ucab), la Universidad Central de Venezuela (UCV) y la Universidad Simón Bolívar (USB)— esta población representa 92% de los venezolanos.
De acuerdo con el Banco Mundial, se considera que una familia vive en pobreza extrema si debe sobrevivir con menos de 1,90 dólares al día. Pero Andrea debe sobrevivir con un salario mínimo mensual de menos de 7 dólares, calculado a la tasa oficial, lo que si se divide entre los 30 días del mes, deja a Andrea con un presupuesto diario de 0,23 centavos de dólar.
Andrea y sus hijos pueden pasar hasta tres días sin comer, porque ella no puede comprar siquiera un pan. Soportan los días tomando agua. Cuando eso pasa, Juan y Pedro van a las calles a pedir dinero o comida. Así como ellos se van, también se va Andrea detrás de ellos.
—Yo siempre salgo a buscarlos. Yo sé que pasamos hambre, pero en la calle corren peligro. Mira cómo estamos ahorita…
Durante 10 días, Andrea y Pedro han visitado todos los centros de detención y casas hogares que conocen. Cuando le pregunto a ella con quiénes ha hablado, me dice que no recuerda los nombres ni las direcciones de ninguna institución. Pero en todos la refirieron a otro organismo y así ha pasado más de una semana.
No esperaba conocer a Andrea, mucho menos buscando a su hijo, de 15 años, en retenes de menores o casa hogares, luego de 10 días sin saber nada de él.

Me cuenta que a veces Juan dice algún nombre falso para protegerse y que eso puede complicar más su misión de encontrarlo. Por eso insiste en verlo, pero, aunque en el retén le aseguraron que habían llegado tres menores en situación de calle el mismo día en que desapareció su hijo, no tiene certeza. Parece que nadie sabe o a nadie le importa.
—Yo solo quiero saber dónde está, si está aquí o si es él el que dicen. Porque yo no sé si me secuestraron a mi muchacho o me lo mataron. No sé. No sé…
No sé qué decirle ni cómo ayudarla. Andrea se quiebra y yo me quiebro con ella.
Luego de dos semanas, sigo sin saber nada de Andrea. La he llamado, pero no me responde. Nuestra amiga en común me cuenta que tampoco logra comunicarse con ella. No sabemos si Juan ya está en casa o si está en algún centro para menores. No sabemos si está vivo.
Juan y Pedro se escapan de casa cada vez que falta la comida. Andrea siempre sale a buscarlos, pero cuando los detienen es difícil saber que son ellos porque usan nombres falsos para protegerse.

Mónica y Camila me demostraron que se puede confiar en alguien que no conoces, que incluso puedes llegar a preocuparte por su bienestar. Juliana me ayudó a entender que el miedo es real y te obliga a blindarte del mundo. Andrea me hizo más empática y por ella comprendí que la pobreza no es solo no poder comer.
Aunque, en este punto, no me atrevería a afirmar algo. No sé cuántos niños y niñas hay en las calles, cuántos han sido asesinados o abusados, cuántos regresaron con sus familias o cuántos no tienen familias. Tampoco sé cuál es el origen de un problema que es ignorado, me parece, tanto por la sociedad como por el Estado. Mucho menos sé si algún día podremos encontrar una solución.
Lo que sé, honestamente, es que estos niños existen y sí, tienen caras. Ya no puedo pasar entre ellos sin mirarlos. No puedo fingir que no pasa nada cuando escucho sus voces. Sí pasa. Por lo menos dentro de mí, sí pasa. Pasa y duele.
Mónica y Camila me demostraron que se puede confiar en alguien que no conoces. Juliana me ayudó a entender que el miedo es real. Con Andrea comprendí que la pobreza no es solo no poder comer.
*Los nombres reales de las niñas y Andrea se cambiaron para proteger su identidad