Alejandro y su mamá de corazón
Anaís Marichal
Carlos Bello
Había una vez un niño que tenía cejas gruesas y pestañas largas. Vivía en una casa hogar sobre una colina, donde jugaba a construir carros con tacos. Allí compartía con otros niños que al igual que él no tenían mamá ni papá que los cuidaran. Un día, llegó una señora con su esposo y lo conocieron. En ese instante sintieron que podían ser sus padres de corazón. Su nombre es Alejandro y este es su cuento de verdad.
En el retén de la maternidad de Catia, al oeste de Caracas, estaba un niño de ojos grandes y pestañas largas. Nadie sabía su nombre. Su madre se fue sin decir nada y lo dejó allí sin partida de nacimiento. Al nacer, su cerebro dejó de recibir oxígeno y esto le produjo hipoxia isquémica. Unas trabajadoras sociales del Hogar Bambi lo fueron a buscar y se lo llevaron a la casa de abrigo.
—Se llamará Alejandro —dijo una ellas—, por su mamá, Alejandra.
Alejandro es el quinto hijo de Alejandra. El menor. Su madre biológica había perdido la guarda y custodia de tres de sus hijos mayores, quienes llevaban tiempo viviendo en la casa Hogar Bambi. Con ella solo vivía una niña que nació casi un año antes que Alejandro.
La idea de las cuidadoras del Hogar Bambi cuando lo buscaron en la maternidad era reunificar a la familia: que Alejandro estuviera con sus hermanos y que se reencontraran con su madre biológica. Los hermanos ya tenían casi un año habitando en ese lugar. Llegaron allí luego de que su madre los dejara solos en la precaria casa donde vivían, construída de manera ilegal en un terreno baldío. El jefe de la comunidad se dió cuenta de que los tres niños estaban por su cuenta y llamó al Consejo de Protección para que los fuera a recoger. La madre se había ido por esos días para dar a luz por cuarta vez.
Alejandra los visitó durante un año hasta que dejó de ir por dos meses. Regresó diciendo que había dado a luz, pero que el bebé no había sobrevivido. Esto despertó sospechas en las trabajadoras sociales y al investigar a fondo, decidieron ir hasta la maternidad y fue cuando encontraron a Alejandro.
Esta es la historia de Alejandro, un niño que vivía en una casa sobre una colina y no conocía a su mamá.
Ella siguió visitando a sus otros hijos, pero a Alejandro no, y por más que se lo preguntaron, nunca dijo por qué lo había dejado en el hospital.
Las «tías» del Hogar Bambi —como le dicen a las cuidadoras— se hicieron cargo de él hasta que se fue a vivir con Gloria, quien se convirtió en su madre de corazón.
Alejandro es el quinto hijo de Alejandra, el cuarto que vivió en una entidad de abrigo y el único que fue colocado en una familia sustituta.

Un día una pareja fue a conocerlo. Ellos querían ser padres sustitutos y Alejandro era candidato para ellos. Él apenas tenía un año y dormía en una cuna envuelto en una manta cuando entraron a la habitación. La mamá de corazón -como se les llama a las madres sustitutas- vio sus pestañas largas y sus cejas pobladas. Entonces, supo que quería cuidar de él.
—Hola, ¿cómo estás? —dijo Gloria cuando un preadolescente abrió la puerta de la casa de Hogar Bambi—. Vinimos a visitar a Alejandro.
—¿Cuál Alejandro? —preguntó el joven— ¿El bebé?
—Sí, sí, a él —respondió la pareja a coro.
—¿Seguros de que lo vienen a ver a él? Es que Alejandro es muy chiquito, no habla, no sabe ir al baño y tiene una mano extraña —soltó todavía parado debajo del marco de la puerta—. Yo sí sé hacer todas esas cosas y tampoco tengo papás.
“¿Seguros de que lo vienen a ver a él? Es que Alejandro es muy chiquito, no habla, no sabe ir al baño y tiene una mano extraña. Yo sí sé hacer todas esas cosas y tampoco tengo papás”, dijo un joven al abrir la puerta de la casa de Hogar Bambi.
Las primera tres descripciones que mencionó son normales en un niño de un año. Pero su mano “extraña”, siempre cerrada en un puño y pegada al pecho, es consecuencia de la afección en el hemisferio derecho de su cerebro por la falta de oxígeno al nacer. Alejandro ha tenido que vivir desde siempre con esa y otras complicaciones de salud, como convulsiones, problemas cardíacos, respiratorios, déficit de atención y problemas de aprendizaje.
Alejandro siempre tiene una mano cerrada en un puño y pegado al pecho, es consecuencia de la afección en el hemisferio derecho de su cerebro por la falta de oxígeno al nacer.

Cuando Alejandro cumplió dos años, no solo tenía seis meses recibiendo visitas de la pareja, sino que había comenzado a gatear. Pero arrastraba el lado izquierdo de su cuerpo mientras se impulsaba con su mano y su pie derecho para poder avanzar.
Con los meses las visitas aumentaron y Alejandro comenzó a dar paseos los fines de semana con quienes se habían ido convirtiendo en su familia. A la institución regresaba diciendo palabras nuevas, armando oraciones y hasta poniéndose de pie, aunque no podía apoyarse en su pierna izquierda.
Luego comenzó a quedarse a dormir con los padres sustitutos una vez cada 15 días. Su cuarto se llenó de juguetes, tenía a una mamá y a un papá de corazón en la puerta de enfrente en las noches antes de dormir y ahora era él quien mensualmente —y acompañado— visitaba Hogar Bambi para el control del caso que llevaban los trabajadores sociales. Poco a poco el apartamento de muebles azules y paredes de espejo se convirtió en su hogar.
Alejandro ya tiene siete años y practica Tae Kwon Do una vez a la semana.
Sobre un tatami azul, como bata de hospital, hace equilibrio sobre su pie derecho. Sus puños están cerrados frente a su rostro, en posición de defensa.
A veces se cae, pero siempre se levanta con la ayuda de su sensei.
—¡No puedo hacerlo! —exclama— ¡No puedo hacerlo con esta pierna!
Miriam se le acerca, se agacha para quedar a su altura y le pide que la mire a los ojos. Alejandro sigue la instrucción y ella le dice:
—Tú puedes hacerlo siempre que quieras.
El niño con cejas y pestañas pobladas cierra los ojos, respira profundo y vuelve a intentar.
Por unos segundos su pie, que no logra estar con los dedos apuntando totalmente hacia adelante, se queda plantado firme en el tatami para así poder hacer el ejercicio.
Cuando termina la clase, los dos alumnos saludan al sensei, corren al borde del tatami y se tiran al suelo para ponerse sus zapatos. Salen al pasillo y se encuentran con un hombre alto y con pantalón clínico que saluda a quien pasa mientras busca con la mirada a Alejandro para que entre a la terapia.
Cuando Alejandro cumplió dos años,las visitas de la pareja aumentaron y comenzó a dar paseos los fines de semana con quienes se habían ido convirtiendo en su familia.

Alberto, su terapeuta ocupacional, lo recibe en la puerta del consultorio del centro para niños con necesidades especiales. Cuando Alejandro pasa, le presiona hacia abajo la muñeca para que estire el codo y le dice que recuerde que debe mantenerlo estirado y con el puño abierto.
Alejandro se ríe mientras mueve su cuerpo y cabeza hacia los lados. Luego se queda quieto, cierra los ojos y respira profundo. Extiende el brazo, ayudado por la presión del terapeuta, para que quede paralelo a su cuerpo.
En la sesión hablan sobre la familia. El terapeuta le levanta el mentón para que lo vea a los ojos y le pregunta cómo quisiera que fuera la suya. Alejandro lo mira por unos instantes y continúa poniendo dentro de los orificios correspondientes círculos, cuadrados y triángulos del juego que está sobre la mesa.
—Pues, pues… ¡patata! —grita y se ríe, sin dejar de mirar el juego.
—A ver, “papata” no es una respuesta a la pregunta que te hice —expresa con voz calmada y continúa—. Concéntrate en lo que te estoy preguntando.
Cierra los ojos, se acomoda en la silla y deja el juego a un lado. Los abre y responde a la pregunta sobre su familia:
—Me gustaría que fuera más grande, porque ahora solo somos mamá y yo.
En 2016, la pareja que visitaba a Alejandro recibió el título de familia sustituta con responsabilidad de crianza. Ese mismo año se divorciaron y la responsabilidad recayó en Gloria.

Al salir de las terapias de la tarde, ruedan camino al centro de la ciudad para ir a su casa. Sentado en el asiento de atrás del carro de su mamá, Alejandro choca los legos con los que había estado jugando a lo que quiere ser cuando sea grande: constructor de carros. “Paff, paff, paff”. Y con cada “paff” el volumen de las carcajadas aumenta, hasta que comienza a agarrarse la barriga y retorcerse de tanto reír.
—Hijo, calma —se escucha desde el asiento del conductor.
—¡Patata! —exclama y vuelve a reír—. ¡Patata! —repite enseguida.
Gloria voltea un instante y vuelve a mirar hacia el frente.
—Vamos, cálmate ya, Ale. Respira profundo como te enseñó Alberto.
Su respiración acelerada comienza a calmarse y las carcajadas también. Cierra los ojos y respira profundo cinco veces hasta que con una sonrisa en la cara se sienta y busca las piezas de construcción que se le cayeron en medio del ataque de risa.
—¿Qué te parece si cantamos nuestra canción? —le pregunta mamá.
—Está bien, mami, pero juntos —responde y se inclina hacia adelante. Casi en susurros comienza a cantar—. Tú me quieres yo te quiero esa es la única verdad.
Gloria se le une y con un tono más alto terminaron diciendo “…nos damos felicidad, porque este es amor del bueno”.
Alberto, el terapeuta ocupacional de Alejandro, le pregunta por su familia. “Me gustaría que fuera más grande, porque ahora solo somos mamá y yo”, responde Alejandro.

Madre e hijo caminan agarrados de la mano por la acera. Él se monta sobre un muro que apenas se separa del suelo y, aún sujetado a la mujer que lo acompaña desde hace casi siete años, da dos pasos haciendo equilibrio.
—Te voy a soltar y tú continúas, hijo. Yo me quedo aquí al lado —dice ella y le suelta la mano. Cuando levanta la pierna derecha su cuerpo se tambalea como un porfiado, se va de lado y Gloria lo sostiene para que no se caiga.
—Mamá, no puedo, el morral pesa mucho —se queja mientras busca pararse derecho.
—Ay, hijo, es verdad, tienes ese bolso puesto —dice y se lo quita de la espalda —. Pero vuelve a intentar, si tú quieres puedes hacerlo.
Lentamente levanta la pierna izquierda y en seguida se planta en el piso. Respira y mira a su mamá mientras arrastra el pie que quedó atrás para que queden uno al lado del otro. Cierra los ojos y vuelve a respirar profundo. Repite el ejercicio del Tae Kwon Do y da un paso apoyado en la pierna izquierda. Se tambalea, pero avanza. Dos, tres, cuatro pasos más y salta del borde final del muro para aterrizar en la acera nuevamente.
—¡Sí! —celebra lanzando un golpe de Tae Kwon Do al aire.
En 2019 inició el proceso de adopción de Alejandro. Gloria, su mamá sustituta, quiere tener la patria potestad del niño que la cautivó hace siete años.

En el año 2015, el matrimonio fue asignado como la familia sustituta de Alejandro. En 2016 recibieron el título de familia sustituta con responsabilidad de crianza, pero ese mismo año se divorciaron y toda la responsabilidad recayó en Gloria.
No fue sino hasta julio de 2018 cuando le anunciaron que tendría la guardia y custodia de Alejandro. Sin embargo, el documento que acredita dicha medida le fue entregado seis meses después.
En 2019 inició el proceso de adopción de Alejandro. Su mamá sustituta, aunque ya no tiene pareja, no solo quiere tener la guarda y custodia sino obtener la patria potestad del niño de las pestañas que la cautivaron hace siete años y a quien ha visto crecer.
—Mi miedo más grande es que después de siete años, la madre biológica aparezca y ahora sí quiera hacerse cargo de él, ya que ella aún posee la patria potestad sobre el niño y la ley la ampararía.
“Mi miedo más grande es que después de siete años, la madre biológica aparezca y ahora sí quiera hacerse cargo de él”, dice Gloria.
*El nombre del niño, su mamá, el terapeuta y la entrenadora se cambiaron para proteger la identidad de Alejandro.
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